Dios lo quiere así. La frase, pronunciada con tanta seguridad, dejó a todos desconcertados. Ana Francisca, con la experiencia de haber acompañado a muchas embarazadas, empezó a preocuparse. En un momento de confianza con la madre, confesó: «Algo no anda bien con la hermana Esperanza Madre; no quiere que nadie le toque la barriga, y hay más. He visto a muchas embarazadas, y todas se quejan de dolor, dificultad para caminar y cansancio. Esperanza no siente nada; camina con ligereza y hace todo con facilidad».
Era como si no llevara nada dentro. La madre suspiró, sin saber qué pensar. Todo había sido un misterio desde el día en que apareció, pero ahí estaba la barriga, Ana. Y la doctora Paloma confirmó el embarazo. No podemos negarlo. Tarde o temprano, ese bebé nacerá y, si Dios quiere, tendremos nuestras respuestas. Pasó el tiempo. Llegó el noveno mes. Esperanza seguía activa, caminando por los pasillos, rezando, ayudando en el jardín. No mostraba signos de cansancio.
Ana Francisca lo observaba todo desde lejos, sin hacer preguntas, simplemente tomando nota mental de cada detalle. Una tarde, Ana Francisca, aún sospechando que el embarazo de Esperanza escondía algo más enigmático que el simple hecho de ser Inmaculada, le propuso una idea a su madre: «¿No sería mejor que fuera al hospital? Ya está de nueve meses. Podemos quitarle el hábito. Nadie tiene por qué saber que es monja». Pero cuando la madre fue a hablar con Esperanza sobre la sugerencia de Ana Francisca, esta se negó rotundamente.
No, mamá, no quiero. Dios me puso aquí, y aquí es donde debes traer a mi hijo al mundo. Todo saldrá bien. Lo siento. La madre no insistió. Simplemente asintió levemente, aunque por dentro la angustia la consumía. Y entonces, una noche silenciosa, cuando todos ya habían recogido, la madre oyó un sonido que le aceleró el corazón. Un llanto, el llanto de un bebé. Corrió descalza por los pasillos, con el alma en vilo.
Al llegar a la habitación de Hope, lo que vio la paralizó por un instante. La monja vestida de blanco estaba sentada en la cama, con el hábito manchado de marcas rojas. En sus brazos, acunado con delicadeza, un recién nacido lloraba con fuerza, llenando la habitación con el sonido de la vida. «Dios mío», murmuró Caridad, llevándose las manos al rostro. Ana Francisca llegó poco después. Sus ojos recorrieron la escena con incredulidad. La duda que había guardado silencio durante meses se desvaneció en ese mismo instante.
El bebé era real entonces. Pero a Ana le rondaba otra pregunta. —¿Quién trajo al bebé al mundo? —preguntó, dando un paso al frente. No hizo falta esperar respuesta. La madre, aún en estado de shock, ya se lo había preguntado, pero Esperanza, serena y con una mirada radiante, respondió antes de que el silencio se volviera incómodo. —Lo hice yo misma. Con la ayuda de Dios, mi hijo nació en mis manos —dijo, mirando al bebé con ternura. Y en ese momento, ningún argumento parecía lo suficientemente sólido como para refutarlo.
La bebé estaba allí, sana y salva, en sus brazos. Pero antes de saber la verdad, ¿quién era esa monja detrás de Esperanza? ¿Fue realmente un milagro? Cuéntame en los comentarios: ¿Crees que las mujeres que eligen la vida religiosa deben permanecer puras toda su vida, o que todas deberían experimentar la maternidad? Y dime también desde qué ciudad estás viendo este video; le pondré un corazón a tu comentario. Y ahora, volvamos a nuestra historia.
Así llegó al mundo el pequeño Pablo, envuelto en misterio, pero también rodeado de amor. Un bebé lleno de vida, de luz, que encantaba a todos con sus ojos brillantes y su fuerte llanto. Madre Caridad y Ana Francisca fueron las primeras en bañarlo, conmovidas por la fragilidad de aquel cuerpecito que, de alguna manera, ya llevaba consigo el peso de ser considerado un milagro. Al día siguiente, tuvo lugar una ceremonia sencilla pero profundamente conmovedora en la capilla del convento.
El padre Camilo sostuvo al bebé en brazos y, frente a las monjas reunidas, pronunció las palabras del bautismo. «Este niño es un regalo del cielo, un regalo de Dios para este lugar sagrado», declaró con la voz entrecortada mientras bendecía a Pablo con agua bendita. Todas en el convento miraban al niño con ojos asombrados. Era difícil no conmoverse ante aquella historia. Una monja que apareció de la nada, sin memoria, vestida de blanco, que quedó embarazada a pesar de ser pura.
A pesar del shock, un silencio atónito aún se cernía en el aire, como si nadie pudiera asimilar lo que estaba sucediendo. Unos días después, Pablo fue registrado oficialmente. La Madre Caridad, aunque odiaba mentir, decidió declarar que el bebé había sido abandonado en el convento por un desconocido. Era la única manera de protegerlo a él y también a Esperanza. Tras todo esto, la Madre Caridad creyó que el convento por fin encontraría la paz, pero la calma no duró.
Apenas pasaron unos meses y Esperanza quedó embarazada de nuevo. Esta vez dio a luz a Miguel, otro niño sano y sonriente, también rodeado de misterio. Habían transcurrido dos años desde que la monja apareció por primera vez, desplomada en el patio del convento, y una vez más Esperanza estaba embarazada. Ante esto, la Madre Caridad convocó una nueva reunión con los dos pilares que sostenían sus dudas y su fe: el Padre Camilo y la Hermana Ana Francisca. Reunidos en su despacho, la Madre Caridad suspiró profundamente y miró a los ojos al Padre Caridad.
Camilo, siempre he creído en los milagros. Por eso recibí esperanza. Por eso bauticé a tus hijos. Pero tres hijos, tres embarazos, todo sin explicación. Tengo el corazón intranquilo. Necesito entender qué está pasando. Ana Francisca, sentada a un lado, no dudó en expresar su opinión: Que Dios me perdone si digo demasiado. Pero desde el principio, todo esto me pareció muy extraño. El padre se rascó la barbilla pensativo y respondió con cautela: No sé qué pensar.
Estoy tan sorprendida como tú. Pero mira, las pruebas demuestran que sigue siendo pura, y aparte de mí, ningún otro hombre entra en este convento. ¿Cómo explicas eso? Si no es un milagro, ¿qué lo es? Entonces Ana Francisca empezó a enumerar los puntos que la habían estado inquietando desde hacía tiempo. La total ausencia de memoria desde el día en que apareció, su comportamiento durante los embarazos: siempre activa, sin quejarse nunca de dolor. Y hay algo que nunca hemos hablado en profundidad.
Esperanza nunca les dio el pecho a los niños. La madre frunció el ceño. —Es cierto. Nunca produjo leche —continuó Ana—. Siempre compramos leche para alimentar a Pablo y Miguel, y eso es cuanto menos extraño para una mujer que ha dado a luz dos veces. Esas palabras sumieron la habitación en un denso silencio. Por primera vez, los tres compartían una creciente sospecha. Decidieron entonces observar a Esperanza con más atención. Pero los meses pasaron y nada cambió. El vientre de Esperanza seguía creciendo como antes.
Ella seguía siendo dulce, servicial y serena. Ayudaba con las oraciones, en la cocina y en el jardín. Cuidaba a sus dos hijos con dedicación. Para cualquiera que desconociera su historia, era imposible sospechar nada. Se volvieron a encontrar, pero esta vez fue el padre Camilo quien tomó la iniciativa en la conversación. Quizás, quizás nos equivoquemos. Quizás todo esto sea realmente obra de Dios, un milagro. Y nosotros dudamos, pecamos. La madre Caridad se cruzó de brazos, aún dividida.
Camilo, mi corazón aún me dice que hay algo oculto ante mis ojos, pero tal vez tengas razón. Tal vez peco al cuestionar tanto. Fue entonces cuando Ana Francisca, más inquieta que ellos dos, sugirió algo que aún no habían intentado. La observábamos durante el día, pero por la noche ya lo habían pensado. Tal vez el secreto solo pueda revelarse cuando nadie mire. La madre vaciló. No lo sé. No sé si deberíamos investigar más.
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