Una monja quedaba misteriosamente embarazada cada año, a pesar de vivir en un convento donde no había hombres a quienes molestar, lo que intrigaba aún más a la Madre Superiora. Pero todo cambió cuando la monja finalmente descubrió la causa y un detalle impactante que explicaba cómo quedaba embarazada año tras año. Ese hecho la llevó al ataúd. «Madre, debo estar embarazada. Otra vez». Fue la voz temblorosa de la Hermana Esperanza la que rompió el silencio de aquella mañana en el convento.
Sostenía en brazos a un bebé dormido de apenas unos meses, mientras que un niño de menos de dos años permanecía a su lado, aferrado a su rostro pálido, mirando con curiosidad a la Madre Superiora. La Madre Caridad, que hasta entonces había permanecido en silencio, absorta en las tareas cotidianas del convento, sintió que el corazón se le detenía de repente. Presa del miedo, se llevó la mano al pecho y abrió mucho los ojos para mirar a la joven monja.
—¿Qué quieres decir, Esperanza? —preguntó sorprendida—. Es todo igual, mamá, como antes. El mareo, el mareo, y ahora mi cuerpo. Empieza a cambiar un poco —respondió Esperanza con una sonrisa tranquila, como si hablara de la cosa más insignificante del mundo. La madre respiró hondo, intentando contener la desesperación. Se inclinó un poco más y miró a la monja directamente a los ojos—. ¿Estás segura de lo que dices? —preguntó, esperando que solo fuera un error, un susto pasajero.
—Sí, Madre, conozco estos síntomas. Los he sentido dos veces antes, y esta vez son los mismos. Estoy embarazada, Madre —dijo la joven monja con una sonrisa—. Otro niño llenará este convento de alegría. Pero la sonrisa esperanzada no tranquilizó a la Madre Caridad; al contrario, su rostro palideció y negó con la cabeza. Preguntó en voz baja, como si alguien hubiera escuchado lo que decían.
Sabes que es la tercera vez. ¿Cómo puedes quedar embarazada otra vez? La respuesta llegó con el mismo silencio inquietante de temporadas anteriores. Mamá, te lo juro, no lo sé. No tengo ni idea de cómo pasa esto. Solo sé que pasa como siempre. Soy pura. Lo sabes. Pero eso no tiene sentido. Solo hay una manera de embarazar a una mujer, insiste la madre, ahora nerviosa. Lo sé, pero no soy como las demás mujeres.
—Lo sabes —dijo Esperanza con firmeza—. Dios me envió otro regalo, y estaba lista para recibirlo con todo mi corazón. Esperanza respiró hondo. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. El misterio no era nuevo, y eso era precisamente lo que lo hacía tan inquietante. Por tercera vez en tres años, esa joven decía que era imposible que estuviera embarazada. —Si esa es la voluntad de Dios —dijo, con voz suave—, entonces lo es. Pero voy a llamar a la doctora Paloma ahora mismo.
Necesitamos confirmar ese embarazo. Esperanza asintió y sonrió, como satisfecha con la decisión. Claro que sí, Madre. De acuerdo. Ahora le prepararé un biberón a Miguel. Probablemente tenga hambre. Con el bebé aún en brazos, la monja se dio la vuelta y se marchó con pasos ligeros, como si todo aquello fuera algo cotidiano. Pero no lo era. Nada de aquello era normal. Y la madre lo sabía muy bien. En cuanto Esperanza se fue, la Madre Caridad se quedó inmóvil unos segundos, paralizada por el torbellino de pensamientos.
Luego caminó lentamente hasta el rincón de oración de su oficina. Se arrodilló ante la imagen de la Virgen y cerró los ojos con fuerza. «Dios mío, no dudo de tus milagros», murmuró con la voz quebrada. «Pero necesito una luz, una respuesta. ¿Qué está pasando en este convento?». Unos minutos después, Yamás, ya recuperado, tomó el teléfono y llamó a la doctora de confianza del convento. «Paloma, es urgente. Necesito que vengas cuanto antes». Pasaron algunas horas hasta que Paloma, una joven pero respetada doctora, llegó al convento.
Su madre la recibió y la condujo a una de las habitaciones donde Esperanza ya la esperaba, sentada en la cama con una expresión serena que contrastaba con la tensión que se respiraba en el ambiente. Paloma fue directa. Se puso los guantes, le tomó la presión arterial, le auscultó el corazón y recogió una muestra para la prueba rápida. Su madre, que había estado a su lado todo el tiempo, no dejaba de caminar de un lado a otro, inquieta, como si supiera que, una vez más, lo imposible estaba a punto de confirmarse.
Cuando la doctora por fin terminó, se volvió hacia ellas dos y respiró hondo. —Entonces, doctora —preguntó la madre, sin poder esperar ni un segundo más—. Está embarazada. Paloma asintió con seriedad. —Sí, Esperanza está embarazada. El silencio que siguió fue casi ensordecedor. La madre retrocedió tambaleándose y tuvo que apoyarse en el borde de la silla. —Este es el tercer año consecutivo —murmuró asombrada—. Esto no puede ser. Esperanza, ¿has pecado? ¿Te has acostado con alguien? La joven monja pareció ofendida por la pregunta.
Sus ojos se abrieron de par en par y abrazó a Miguel con más fuerza. —Madre, ¿cómo puedes preguntarme eso? Lo sabes muy bien. Nunca he estado cerca de ningún hombre. Nunca. Es Dios. Madre, no hay otra explicación. Un milagro. —Se levantó con cuidado y miró a su alrededor—. Con la excepción del padre Camilo, ningún hombre entra en este convento. Ni uno solo. Y paso mis días cuidando de Miguel y Pablo. Y ahora cuidaré de uno más.
Continúa en la página siguiente
